Empecé a leer libros electrónicos en 2018 o 2019, cuando compré un Kindle. Nunca me había entusiasmado particularmente la idea de leer en una pantalla. Prefería los libros de papel, sin embargo, conseguir ciertos ejemplares en ese formato era complicado; la versión digital, en cambio, estaba disponible con facilidad; además, me atrajo la posibilidad de tener un diccionario incorporado al aparato para buscar más fácilmente el significado de ciertas palabras, y en varios idiomas a la vez. En ese entonces empecé a leer con más regularidad libros en inglés y me dí cuenta de que mi vocabulario literario en ese idioma no era tan bueno como para no tener que buscar palabras en el diccionario continuamente. También quería usar esa cualidad para leer con mayor facilidad libros en francés, idioma que había estudiado y cuya gramática ya conocía lo suficiente, pero en el que también debía incrementar mi vocabulario.
El Kindle sirvió sus propósitos y todavía hoy lo uso casi todos los días. La facilidad con la que se pueden recolectar los subrayados y los comentarios de las lecturas me ha ayudado a redactar muchos textos. Hace poco terminé de escribir un pequeño programa que convierte el archivo de notas y subrayados del Kindle en árbol de encabezados en Org Mode y nunca me había sido tan sencillo procesar citas de mis lecturas. Es una ventaja que extraño cuando leo un libro de papel.
Una de las primeras novelas que leí en mi Kindle fue Infinite Jest. En ese entonces usaba el metro todos los días para ir al Imcine a hacer mi servicio social. Aprovechaba el tiempo de transporte y leía la novela. Tenía el libro impreso, un tabique de 1,200 páginas imposible de leerse de pie y con una mano sujetando el pasamanos del vagón. Así que terminé de leerlo en el Kindle.
Esas pequeñas ventajas me acostumbraron rápidamente a la lectura digital, y de pronto me descubrí buscando primero versiones digitales para mi siguiente lectura.
Nunca dejé, sin embargo, de comprar libros de papel. Casi siempre que iba a una feria de libro o cuando encontraba un ejemplar interesante en una librería, lo compraba. Tengo pilas y pilas de libros de papel que no he leído.
Con el Kindle la compulsión acumulativa también se manifestó durante los primeros meses de la pandemia. Entre abril, mayo y junio de 2020 yo estaba encerrado en casa de mi madre, no salía casi para nada. Para pasar el rato, entre otras cosas, descargaba libros electrónicos que me interesaba leer. La mayoría de Library Genesis y Z-Library, dos famosas páginas de piratería rusa. Al día de hoy, tengo más de 3,000 libros electrónicos que he descargado de esa manera.
De esos, probablemente no he leído más de 30, la mayoría en inglés y francés. Si vivo 60 años más (un milagro), y leo un libro a la semana en promedio, no terminaría de leerlos antes de morir. Y eso sin contar los libros de papel que me faltaría haber leído —los que ya tengo y los que acumularé en esos 60 años—.
Mucho se ha discutido sobre la validez o el sentido moral de la piratería cultural. No tengo mucho que decir al respecto sobre generalidades. Pienso que se debe pagar el trabajo de los artistas, sin duda. Si puedes pagar, debes hacerlo. También, sin embargo, creo que el acceso a la cultura es un derecho. La oposición entre ambos valores es compleja.
La razón por la que no me preocupa tanto leer libros electronicos que descargué de sitios como Library Genesis o —más recientemente— Anna’s Archive es más sencilla: he pagado muchas veces por libros que no he leído. Y estoy seguro que he comprado muchos más libros que no he leído que leído libros que no he comprado. En terminos estrictamente monetarios, los unos compensan los otros. Es casi como pagar una suscripción: mientras le entregue dinero a la industria del libro, yo «pago» por mi tiempo de lectura (que es limitado y más o menos constante). Qué más da si de hecho leo el libro que compré u otro que descargué de internet.
Estoy seguro de que la mayoría de los lectores son como yo: acumulan libros que no leen porque no han tenido tiempo de hacerlo. La industria literaria, en términos económicos, se sostiene, sospecho, tanto de los libros que la gente compra porque quiere leerlos —aunque no los lea— como de los libros que la gente compra y de hecho lee. Es una situación pecular, porque la mayor parte de las mercancías que se compran se usan, y el número de libros vendidos no es equiparable al número de libros leídos (seguramente el número de autos vendidos es muy cercano al número de esos autos que sí se usan).
El mayor problema que se me ocurre es el flujo de información. Comprar una mercancía —especialmente un producto cultural— es enviar una señal («esto me interesa») que la industria cultural procesa como un reforzamiento positivo (si se venden muchas novelas de detectives, por ejemplo, las editoriales supondrán que eso interesa a la gente y tratarán de publicar más novelas de detectives). Si uno compra libros que no lee y lee libros que no compra, la industria creerá que los lectores se interesan por libros que en realidad no le interesan tanto como otros, cuya nombre la industria no registra. El deseo real de la lectura, ese que se realiza de hecho leyendo y no solo comprando libros, termina así «afuera» del sistema económico principal.
Así me pasó una vez con Etgar Keret. Fui a la FIL de Guadalajara en 2011 o 2012, en un viaje escolar. En algún momento, terminé en la presentación del libro de un señor que no conocía pero que atrajo a muchas personas a la sala, incluidos a un par de mis amigos. El tipo leyó un cuento chistoso y yo dije «por qué no, si ya estoy aquí» y al final de la presentación compré un ejemplar y fui a que me lo firmara. De vuelta a casa, leí el libro. Sólo soporté un par de cuentos. Lo encontré soso y poco interesante. Nunca lo terminé.
Hace poco, en cambio, leí La plus sécrete mémoire des hommes, cuya versión francesa no se consigue en México. No pagué por ese libro. Si lo hubiera leído en físico, tampoco hubiera pagado por él: un amigo me prestó la versión de Anagrama (que no he devuelto). Por esos días compré un costoso libro de Acantilado (la editorial), que sigue adentro de su envoltorio, y mi novia me convenció de comprar un libro de Bukowski que, por supuesto, no he leído.
El problema es que en un momento dado pensamos que queremos leer un libro pero en realidad muchas veces nos interesa leer otra cosa cuando nos sentamos a leer. Es un desfase extraño y no creo que haya una solución estrictamente económica que lo arregle. Si acaso, la solución que hay es disciplinaria, es decir, forzarnos a leer sólo lo que compramos: una causa perdida, y acaso contraria al deseo de leer (uno lee porque le da la gana, no porque lo obligan).
Si te gusta la literatura, seguramente no sabes invertir tu dinero (ni tu tiempo) eficazmente. Así que de cualquier modo no espero que tus decisiones sean saludables para la economía desde un punto de vista enteramente racional. El deseo de leer es caprichoso y no me parece que haya en ello un error. Al contrario, de eso se trata. Por eso me parece perfectamente aceptable que uno no compre todo lo que lee ni lea todo lo que compra.