Ocio de octubre

Un mes flotante

Dos películas

Fue un mes extraño. Luego de terminar mi año como becario en la Fundación para las Letras Mexicanas, me descubrí con más tiempo libre del que había tenido desde hace mucho. Pude asistir a la edición de este año del Festival de Cine de Morelia, donde vi algunas buenas películas recientes, pero lo mejor, sin duda, fueron los programas con películas del pasado.

Hace poco, un amigo me dijo que era difícil equivocarse programando películas viejas. Tal vez sea cierto. Tal vez antes simplemente se hacían mucho mejores películas que ahora. O puede ser que las películas del pasado que llegan hasta el presente están filtradas por el criterio de curadores, archivistas, historiadores, críticos y cinéfilos, de modo que sólo nos llega lo mejor. Al no ver las malas películas del pasado porque a nadie le interesó conservarlas, suponemos que la mayoría eran buenas. Sin embargo, basta con echarle un vistazo a películas «menores» de los años cuarenta o cincuenta para sorprenderse ante el hábil manejo formal y narrativo, que tanto se echa en falta en la mayoría del cine contemporáneo.

Así me sucedió con Across the Bridge, brillante película de Ken Annakin sobre un hombre de negocios británico que de viaje en Nueva York se entera de que la Interpol lo busca en Londres por fraude financiero y sin pensarlo dos veces decide huir a México en vez de regresar a su país. Las embrollos en los que se involucra son completamente sorprendentes y hasta kafkianos cuando se enfrenta con la burocracia mexicana. El tramo final, cuando termina viviendo como vagabundo en un pueblo norteño con la única ycompañía de un perro, es profundamente patético pero también está filmado con una entereza humana que insiste con inusual pericia y sin sentimentalismos en cómo hasta los individuos más cínicos y desvergonzados son capaces de grandes acciones de afecto y desinterés. Hay algo trágico ahí que la película captura con gran destreza.

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No todo está perdido. Anora, por ejemplo, me pareció una buena película en la misma vena que la de Annakin: desenterrar las emociones más humanas en personajes marginales y desagradables. El manejo formal de Sean Baker es mucho menos elegante y puntual que el del director británico, pero el americano ha sabido encontrar en la vulgaridad y el kitsch un elemento de humor que se aviene con la aparente ambigüedad moral de sus personajes. Espero poder escribir un poco más sobre esta película, que fue sin duda la que más me gustó de todas las contemporáneas que vi en Morelia. También quiero escribir más sobre Emilia Pérez, aunque por motivos opuestos: no recuerdo haber visto una película tan vergonzosa, insulsa y necia en mucho tiempo. No entiendo cómo es que alguien puede ver semejante cosa y no morirse de pena ajena.

Lectura pendiente

Estoy leyendo como siete libros al mismo tiempo (porque dispersión). Terminé hace unos días Beloved, de Toni Morrison, novela que quedó rezagada de la lista de lecturas que teníamos los miembros de la tutoría de narrativa de mi generación en la FLM. Cada mes aproximadamente leíamos una novela que luego discutíamos en una sesión especial. Esa fue la única que no alcanzamos a terminar. Antes de que finalizara el ciclo, acordamos leerla durante octubre y reunirnos en noviembre para discutirla. No tenía grandes expectativas al respecto. Es lo primero que leo de Morrison. No conocía su trabajo. El prestigio sí que me era familiar, pero frente a la fama de ciertos libros he aprendido a guardar la compostura. Hay libros que, por más buenos que sean, simplemente no son para uno. Este no fue el caso, afortunadamente. Los monólogos de Beloved, el personaje, son asombrosos. El horror de la esclavitud, que uno anticipa inevitablemente, se cuenta con un lirismo extrañamente bello y sin tintes de patetismo o conmiseración. La paradoja moral que está al centro de la novela (¿por qué una mujer que ama a su hija termina matándola justamente porque la ama?) nunca se sublima en una catarsis predecible. La presencia fantasmal de la hija asesinada canaliza la culpa de la madre hacia un plano simbólico y poético que permite explorar la consciencia de los personajes sin psicologizar demasiado, conservando sus intenciones intactas y dotándolos así de una transparencia trágica. «Si no entiendes por qué una madre es capaz de asesinar a su hija para evitar que esta sea esclava, nadie te lo puede explicar», dice Seth en alguna parte (palabras más, palabras menos).

Una revista es una escuela

Leí varios artículos y piezas cortas que me parecieron interesantes. Hubo dos, en particular, a los que ha regresado continuamente: la entrevista a Christopher Domínguez Michael que publicó Nexos por el aniversario del Fondo de Cultura Económica y el ensayo de Leon Wieseltier sobre el auge de la narrativa frente a la argumentación que apareció hace un año en Liberties.

Lo que describe Domínguez Michael en la entrevista es simplemente asombroso: la posibilidad de que exista un proyecto como lo era La Gaceta en sus días se siente hoy muy lejana, por muchas razones. Es imposible no pensar en cuánto ha cambiado la industria y el panorama cultural los últimos treinta años. Vivimos tiempos muy distintos. Además, me alegró descubrir que para él editar una revista fue también una experiencia formativa fundamental. Una de las certezas más hondas que poseo es que en ningún momento de la licenciatura (en ambas universidades donde estudié) aprendí tanto como editando El Cine Probablemente (o escribiendo mi tesis, pero esa es otra historia).

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Más allá de la ficción

El otro día leí que Jorge Volpi acaba de publicar un libro donde argumenta que la ficción es la forma primaria que tenemos los seres humanos para comprender la realidad. No he leído el libro y sinceramente esta entrevista donde lo promociona no me ha motivado para hacerlo. En alguna parte de la entrevista, dice que las ficciones no son simples mentiras, sino «modelos» de la realidad, «verdades parciales» cuyo poder explicativo se mantiene hasta que hay ciertos datos que los desmienten y que requieren la invención de nuevos modelos. No se trata, por supuesto, de una idea particularmente novedosa. Planteada así, es una simplificación del relativismo epistemológico que defiende Thomas Kuhn en su famoso libro, The Structure of Scientifc Revolutions. En pocas palabras, Kuhn defiende que cada época tiene un paradigma de conocimiento que le permite comprender la realidad y que cambia cuando surgen demasiadas anomalías que el paradigma no puede explicar. La diferencia fundamental del libro de Volpi parece ser que él propone que los paradigmas de conocimiento son siempre narraciones. La diferencia no es menor. Una narración o un relato es algo muy distinto de un paradigma de conocimiento. Mientras que este incluye pensamientos, discursos, diagramas, signos y representaciones de todo tipo, una narración es un cosa muy particular: representa la sucesión actos o eventos en el tiempo. Una narración sin duda puede ser un modelo de la realidad, pero no todos los modelos con los que representamos la realidad son narraciones. Un mapa, por ejemplo, no es una narración. Un modelo matemático no es una narración. Una fotografía tampoco es una narración (aunque se pueden usar fotografías para narrar, que no es lo mismo). El hecho de que Volpi parece reducir todas las maneras que tenemos de representarnos la realidad a las narraciones obedece a un malentendido fundamental: no es evidente que el lenguaje o la comunicación en general sean esencialmente narrativos. El hecho de que le resulte intuitivo pensar así obedece, creo yo, más bien a cierto paradigma contemporáneo que tiende a asimilar la credulidad que nos piden las historias con la convicción que despierta la verdad, esa sensación de aprehender inmediatamente como son las cosas en su realidad última. El ensayo de Leon Wiestler al respecto muestra muy claramente cómo en años recientes ese paradigma narrativo ha desplazado a otras formas de argumentación en el discurso público y expone convincentemente los motivos por los que una narración no puede aceptarse como una vía persuasiva adecuada para discutir la verdad.

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No sé si el libro de Volpi analice de manera tan burda y poco específica el papel de las narraciones y los modelos en nuestro conocimiento de la realidad, pero la entrevista no me convenció de lo contrario. Quizá algún día, cuando otras cosas no soliciten mi tiempo con más urgencia, le daré una oportunidad al libro, que no es breve (tiene más de 700 páginas). Por ahora, encontré en el ensayo de Wiestler ideas más estimulantes y poco convencionales (al menos en la prensa contemporánea; Platón ya desdeñaba a los poetas, esos contadores de mentiras). Y en menos de 35 páginas.

Este mes, espero continuar con la lectura de Las cenizas del Cóndor, de Fernando Butazzoni, y de To the Finland Station, de Edmund Wilson, que llevo ya alargando por un par de meses.