La suciedad y el artista

Sobre «The Brutalist», de Brady Corbet

Las películas sobre artistas incomprendidos existen bajo la amenaza de la autoindulgencia. No sé si sucede lo mismo con otro tipo de obras de arte. Pienso, por ejemplo, en algunas novelas fervientemente individualistas, como Doctor Fausto, de Thomas Mann, o hasta Retrato de un artista adolescente, de Joyce, cuya grandilocuencia en cierto modo inherente al espíritu del genio no se convierte en una representación patética o ridícula del la figura del gran hombre (o los grandes sueños, que en esos casos viene a ser casi lo mismo). Hay cierta ventaja literaria. El lenguaje de las palabras, como la voz del pensamiento, auspicia una interioridad que escapa a las representaciones materiales externas y nos recuerda constantemente que las grandes ideas viven en primer lugar en la imaginación de individuos limitados y contingentes. Es difícil transmitir una representación de la grandeza a través de las palabras que se perciba materialmente como algo que existe más allá de la imaginación del autor o de nosotros, los lectores. Con el cine, al igual que con la arquitectura, sucede exactamente lo contrario: la existencia material es primero, se afirma frente al espectador de una manera incuestionable e inmediata. Por eso Adorno detestaba la idea del cine. Es imposible no dejar que una película nos afecte sensorialmente antes de que el pensamiento filtre las imágenes y nos permita distinguir claramente su sentido. Un filósofo ilustrado, un ferviente creyente en la racionalidad del ser humano, como Adorno, naturalmente se horrorizaba ante la posibilidad de que las formas de la experiencia llegaran a nosotros desde un lugar inaccesible para las ideas claras y distintas. El cine es el medio perfecto para la mistificación de la experiencia, para la entronización de nociones irracionales y oscuras que, sin embargo, nos embelesan. No es casual que fuera el medio inaugural de la propaganda de masas. No es casual que fascinara a los surrealistas antes que a otras vanguardias. El poder del cine es el poder de la seducción sensible, fácil, apantalladora y casi táctil. Quizá por eso el cine sobre grandes artistas parece de antemano destinado al fracaso de la monumentalidad.

The Brutalist, que trata sobre un talentoso arquitecto judío, Lázslo Tóth (Adrien Brody), que huye a Estados Unidos al término de la Segunda Guerra mundial, se interesa por la figura del genio no tanto para convencernos de su excepcionalidad, pues eso es algo que se asume tranquilamente desde el comienzo, mucho menos para que admiremos su talento o la entereza de su espíritu. Se trata, más bien, de mostrar el país a que llega y los hombres que lo manejan, cuyo representante principal es Harrison Lee Van Buren (Guy Pierce), un industrial que encarna el modelo del self-made man exitoso, individualista y tristemente burgués: con diente para los negocios, el dominio de los hombres y la apreciación del talento artístico, pero sumido en una pobreza espiritual y de gusto lo suficientemente evidente como para que ni el mismo pueda engañarse sobre lo lejos que se encuentra de ser un verdadero genio. La dinámica de poder entre Lászlo y Harrison es ambivalente: el talentoso es el arquitecto, pero el dueño del dinero y los medios hacer que las cosas pasen en Estados Unidos es el empresario. La película desarrolla el carácter enfermizo de su relación y cómo poco a poco destruye moralmente a ambos.

Hay una aura perversa alrededor de Harrison. Su figura es demoníaca, pero no representa ningún tipo de amenaza fáustica: sus pasiones son demasiado humanas, demasiado bajas para ser un peligro espiritual. Lo más temible de su persona es lo cerca que está de Lázslo: nadie más parece ser capaz de comprender y apreciar la belleza que el arquitecto es capaz de producir. Si Lázslo es una suerte de artista puro, Harrison es exactamente lo opuesto: un hombre de pasiones sucias, al que le excita la impureza y la degradación, como la escena definitiva entre ambos deja muy claro.

La gran virtud de The Brutalist es retratar al artista puro como una parte esencial de un medio político (en el sentido amplio de la palabra) que es esencialmente impuro. Es ahí donde la profesión de Lázslo resulta distintiva y necesaria: a diferencia de otras artes, que pueden practicarse y satisfacerse en un ámbito individual y más bien privado, cuyo ejercicio pleno incluso a veces exige el distanciamiento de lo público, la arquitectura es por definición un arte comunitario, social, que no tiene sentido para el individuo aislado. Si un poeta puede alejarse del mundanal ruido para cuidar mejor así la templanza y la delicadeza de sus intuiciones privadas, y encontrar así en la soledad el suelo fértil de su poesía, el arquitecto sería un necio haciendo algo similar. ¿Quién va a construir los edificios que sueña? ¿Cómo va a materializar sus obras, si no es con alguien que pague los materiales y el trabajo necesario para levantarlas? El arquitecto es, en ese sentido, casi el inverso del poeta, o del héroe romántico. Su existencia prácticamente solicita la presencia de industriales e ingenieros.

Lázslo no es un héroe idealista, no es un gran transformador o un visionario que triunfará moralmente sobre el pragmatismo soez de los burgueses capitalistas. Aveces hay malicia en sus decisiones, pero es una malicia bastante cercana a la impulsividad de sus sentimientos, no hay una motivación ideológica claramente definida en su personaje. En un diálogo con Harrison se asoma cierta retórica revolucionaria que quizá remite a una influencia de ideas socialistas, pero jamás se cristaliza en ningún discurso claro. Su rechazo al nazismo que padeció en Europa tampoco se concreta en una tendencia antifascista. El fervor sionista que nace en su sobrina cuando decide irse al recién fundado Estado de Israel tampoco echa raíces profundas en sus convicciones. Lázslo aparece más bien como un hombre sometido a ciertas intuiciones elementales y a una obsesión por terminar su proyecto. Ama con fervor a su esposa, pero se va con prostitutas o besa a otras mujeres borracho durante una fiesta. Es orgulloso e independiente en su trabajo, pero ruega si tiene que convencer a su patrón o soporta vejaciones de parte de éste si ello le permite terminar su obra. No es casualidad que luego de que Harrison lo injuria en un nivel inaceptable, es la esposa de Lázslo y no él quien confronta al empresario. Lázslo no posee la fuerza moral para ello. Lo suyo es hacer edificios imponentes, ahí está su grandeza como ser humano; su arte no es claramente una moral que lo salvará.

Quizá las limitaciones más patentes de The Brutalist provienen de la sensación de que la película sabe perfectamente qué es lo que quiere representar. Hay muchos motivos claramente enunciados: la veta fascista del capitalista estadounidense, la muerte del sueño americano, la impureza del artista, la connivencia del mal con la belleza, la perversión del mundo social en que las pasiones espontáneas del individuo intentan desplegarse. Estos temas se entregan de modo un tanto abstracto debido al carácter casi arquetípico de los personajes y al estilo de dirección —que es incapaz de ir más allá de la frontalidad de los conflictos—, y también porque son los temas que habitan obsesivamente la filmografía del director Brady Corbet, y porque, inevitablemente, son temas de actualidad.

Hay un deseo de mostrarlo todo explícitamente que puede resultar chocante. El hecho de que Harrison viole a Lázslo parece sólo confirmar materialmente el carácter moral y espiritual de su relación. De la misma manera, el discurso final que pronuncia la sobrina de Lázslo en el epílogo se puede percibir como una adición discursiva que esclarece el sentido de la película, es decir, que intenta poner en palabras el sentido de lo que la película ha intentado mostrarnos. Sin embargo, no estoy enteramente convencido de que la explicitud de la cinta sea una mera repetición o esclarecimiento de los «grandes temas» de los que trata la película. Más bien, tengo la impresión de que en ambos casos se presenta al quien ejerce el poder como alguien que tiene que justificarse a sí mismo, incluso en medio de la más completa abyección. Por eso Harrison, mientras viola a Lázslo, lo compara con una prostituta y enfatiza cómo su degradación casi invita a que los demás le hagan daño. De la misma manera, el discurso vagamente sionista que pronuncia la sobrina de Lázslo al final intenta justificar darle sentido a los sufrimientos de su tío frente al horror del Holocausto y la promesa del Estado de Israel. En ambos casos, Lázslo está en otro lado. Cuando Harrison lo viola, está casi inconsciente con un pasón de heroína, y mientras habla su sobrina descansa casi como ausente en una silla de ruedas, con cara de no ser muy feliz.

Por ese motivo, me parece que la interpretación de que la película es esencialmente sionista está por completo equivocada. La sobrina de Lázslo, una mujer que tampoco parece poseer otro talento o personalidad que la de creer que el Estado de Israel es la respuesta definitiva a la persecución de los judíos, reduce la vida y la obra de su tío, el artista verdaderamente genial, a una racionalización histórica. No es claro que Lázslo se vea a sí mismo de la manera en que ella lo describe. En cierto modo, la vida y obra del arquitecto siguen estando a merced de los individuos que encuentran sentido en ellas y las reducen a lo que les interesa. Por es llamativo cómo los jóvenes que acompañan a Lázslo en la escena final y que, asumimos, son su familia o acompañantes israelíes, se parecen mucho a los burgueses de Pensilvania de los que Harrison era el epítome: bien parecidos, aburguesados, bellos pero sin gusto, sosos, satisfechos, frívolos. En cierto modo, nada ha cambiado para Lázslo. Otros, aunque quizá con mejores intenciones, finalmente lo siguen utilizando como abanderado de intereses espurios.

Hay algo cínico en esa apreciación de la figura del artista, pero más que nada se trata de un sentimiento trágico. El hombre sufre y crea, alcanza la belleza, y no basta, el artista sólo sufre y crea y el mundo de las razones, de las ideas, de los discursos, de la política, del pragmatismo, del dinero y del poder, admira su obra y lo llama genial, lo llama increíble, y le da millones de dolares para que haga lo que quiera y le hace una retrospectiva en la Bienal de Venecia, pero también abusa de él y lo utiliza y lo hace miserable porque no puede ser de otro modo: en el mundo la violencia y la belleza, el dolor y el sentimiento de lo sublime, son inseparables. Ese es el mundo de Corbet, y aunque a veces me parece más oscuro y monotonal que el mundo real, no es enteramente desatinado. Además es interesante ver a un director claramente obsesionado con unos pocos temas.

Hecho en falta de Corbet las mejores cualidades del cine estadounidense. Cierta libertad de espíritu que uno encuentra en las películas del cine clásico no está aquí. Los actores, aunque en cierto modo prodigiosos, también son menos personas que ideas. El desencanto frente al propio país y la propia historia es demasiado fatalista, demasiado cerrado en sí mismo. No me parece, sin embargo, inapropiado. The Brutalist es una película en cierto modo desesperada: por recuperar una grandeza perdida, por lamentar la triste condición de todos aquellos sometidos absolutamente al designio del poder, y por mostrar que el triunfo del artista es siempre agridulce y contradictorio. Nadie gana aquí; todos son, aunque sea un poco, miserables, sucios. Pienso en las películas de John Ford, Frank Capra, Leo McCarey, o incluso en Armageddon Time, de Gray, y recuerdo lo agradable que es ver una película donde se cree en la moral de los héroes y se filma con la ligereza consecuente. Tal vez sólo eso da la confianza necesaria para filmar con la seguridad con la que filmaron los grandes cineastas estadounidenses. Hoy, quizá no es equivocado mirar con absoluto escepticismo el arraigo de esa confianza, especialmente en el suelo americano.